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Las técnicas de reproducción asistida. Una valoración ética (2005)[1]

 

Angel Rodríguez Luño

 

Después de tantas discusiones y debates, la posición de la teología católica sobre las técnicas de reproducción asistida es de sobra conocida. Pienso que aburriré menos a quien me escucha si cuento de forma sencilla el modo en que he alcanzado las evidencias y convicciones que actualmente tengo sobre la materia.

Comencé a ocuparme de las técnicas de reproducción asistida, sobre todo de la fecundación extracorpórea, en la segunda mitad del año 1984. Junto con el doctor López Mondéjar, habíamos decidido preparar un libro, que vio la luz en lengua italiana y española en 1986[2]. Aún no había sido publicada la Instrucción Donum vitae, y por eso emprendimos el estudio con ánimo abierto, sin tener preparada ya una respuesta definitiva sobre todos los aspectos del problema[3].

Leímos la bibliografía científica existente, producida sobre todo por los grupos que trabajaban en Inglaterra y en Australia. Nos llamó enseguida la atención que la fecundación in vitro comportaba la pérdida de muchos embriones humanos. En aquellos años se prestaba gran atención a los datos del Congreso Internacional de Helsinki[4]. El estudio multicéntrico presentado comprendía un total de 9.641 tratamientos, en los que se recogieron 24.000 ovocitos, y se realizó el embryo-transfer, generalmente múltiple, a 7.733 mujeres, de las que nacieron 590 niños. La pérdida de embriones era elevadísima. Los equipos que obtenían muy buenos resultados, como era el australiano de C. Wood, perdían el 90,6 % de los embriones transferidos[5].

Lo que más nos sorprendía era sin embargo la dirección que estaba tomando la investigación científica de vanguardia. Se deseaban mejorar los resultados de la técnica en términos de porcentaje de nacimientos por mujeres que comienzan el tratamiento, pero no había interés alguno en disminuir el porcentaje de pérdidas de seres humanos en estado embrionario. No había un movimiento consistente de prevención de la esterilidad, ni se pedían mayores recursos económicos para mejorar las técnicas alternativas de microcirugía reparadora de las trompas de Falopio.

Además se sostenía claramente la necesidad de dedicar embriones humanos a la experimentación, tanto a la experimentación de base como a la dirigida específicamente a mejorar las técnicas de procreación artificial. En una publicación de 1984, Edwards decía claramente que «dedicarse a la fecundación in vitro sin prevenir en la medida de lo posible el nacimiento de niños minusválidos, es una posición indefendible. La aplicación clínica de la fecundación in vitro en todas sus formas exige la experimentación sobre embriones»[6]. Y con referencia a la investigación básica afirmaba el mismo autor: «en algunos laboratorios, se han recogido óvulos de mujeres no estériles que consentían en ello. Estos óvulos han sido recogidos y fertilizados in vitro sin ninguna intención de transferir los embriones al útero. Se usan únicamente para fines de investigación [...] se utilizan de manera semejante a los embriones de animales usados en la investigación»[7]. Es de agradecer la meridiana claridad: a los embriones humanos se da el mismo tratamiento que a los embriones de animales. No menos claro fue J. Bernard, en aquellos años presidente del Comité di bioética francés, cuando dijo: «ciertos experimentos son moralmente necesarios y necesariamente inmorales»[8].

El estado actual de las técnicas de reproducción asistida confirma y agrava las tendencias que ya se advertían en la primera mitad de los años 80, como documenta un largo estudio del profesor Adriano Bompiani, realizado en el 2004 y publicado a inicios del 2005[9]. Según los datos relativos al año 1999 de los 22 países de Europa que forman parte de la Sociedad Europea para la Reproducción Humana, a los 343.162 embriones transferidos en el periodo estudiado han seguido 44.026 embarazos; es decir, de cada 100 embriones transferidos acaban perdiéndose 87[10]. Por el nacimiento de algunos miles de niños se paga además el precio suplementario de decenas o centenas de millares de embriones congelados. Se afirma la tendencia a usar los embriones para la investigación o la obtención de células troncales. Las técnicas quirúrgicas reparadoras, aun contando con menos recursos económicos, siguen obteniendo generalmente mejores resultados que las de procreación artificial[11], pero quienes padecen esterilidad siguen siendo enviados inmediatamente a las clínicas donde se realiza la fecundación in vitro o la ICSI (intracytoplasmic sperm injection). Se consolida la práctica de selección eugenésica, porque acuden a los centros de procreación artificial personas no estériles que son o pueden ser transmisores de algunas enfermedades. Muchas legislaciones aprueban esta práctica, sin detenerse ante una injusta lógica de discriminación a la que no se podrá poner límites. ¿La predicción de diabetes o de miopía, cuando será posible, se considerará suficiente para desechar un ser humano en estado embrionario? Se añada a todo ello la comercialización, con pingües beneficios y publicidad agresiva que promete el reembolso de los gastos si no se obtienen los resultados esperados, y con la desgraciada consecuencia de que con frecuencia la actuación de los miembros de las comisiones consultivas o de control está viciada por un conflicto de intereses tan evidente como clamoroso[12].

En definitiva, ya en la primera mitad de los años 80 se veía algo que hoy es indudable: las técnicas de fecundación extracorpórea, y todo el universo que gira a su alrededor, sólo son posibles si se parte del presupuesto de que lo que los científicos llaman embrión o pre-embrión, y que las mujeres llaman hijos o niños (“estoy esperando un niño”), es una pre-estructura biológica, una especie de “pre-cosa”, enteramente disponible en las manos del médico, sea como pieza de recambio en orden a una posible utilización reproductiva, sea como objeto de investigación, productor de células troncales o, al final, como basura que se tira porque ya no se sabe qué hacer con ella. Por otra parte, en la medida en que las leyes sobre el aborto legalizaban en los diversos países la destrucción intencional de seres humanos en estado embrionario o fetal bastante desarrollado, la preocupación por esta especie de “pre-cosa” a la que la ciencia reducía el ser humano en estado embrionario tenía cada vez menos sentido para los legisladores, con frecuencia poco atentos al alcance de la incidencia social de técnicas que estaban introduciendo una verdadera revolución antropológica y ética.

Las pérdidas de embriones a causa de las técnicas de reproducción artificial no se producían por mala voluntad o por falta de escrúpulos. Era la consecuencia inevitable, necesaria, de transferir el origen de la vida humana desde la intimidad del amor conyugal al contexto del laboratorio científico y médico. La técnica tiene una lógica propia, de la que no puede prescindir sin caer en contradicciones o en posiciones indefendibles, como decía Edwards en el escrito citado hace un momento. Cuando se realizaban los estudios preparatorios para la Instrucción Donum vitae, eminentes científicos e ilustres teólogos pidieron que se considerase también la moralidad de lo que entonces se llamaba el «caso simple», y así se hizo, más por escrúpulo científico que por otra cosa[13]. Todos sabían que era un imposible.

El análisis de la literatura científica sobre las técnicas de fecundación extracorpórea hizo evidente, a los ojos de los teólogos, una nueva dimensión de lo que la Humanae vitae había denominado inseparabilidad de los significados unitivo y procreativo de la sexualidad. Hasta entonces esa inseparabilidad se entendía en el sentido de que las exigencias de la comunión conyugal se abrían a las de la procreación, de modo que la apertura a la transmisión de la vida — o al menos su no exclusión positiva — constituía la mejor defensa de la verdadera dinámica del amor conyugal. Ahora se podía ver la otra cara de la moneda: la comunión conyugal, también en cuanto intimidad de la unión sexual entre los esposos, es el único ámbito en el que la génesis del ser humano recibe la protección y el cuidado que merece su condición humana[14]. No existe mejor protección para la nueva vida que la garantizada por la intimidad del amor conyugal. Ante el ser humano sólo el amor es una actitud justa, porque amar es reconocer, aceptar y afirmar a otro en sí mismo y por sí mismo. Sólo un acto que sea al mismo tiempo un acto de amor puede poner en marcha dignamente el proceso procreativo. Que la actividad procreativa sea en sí misma una efusión de amor desinteresado es una exigencia de la dignidad de la persona que nace y, por tanto, un bien intrínseco, y no un simple hecho natural que puede ser sustituido por un acto técnico cuando ello pareciese indicado.

La copresencia de los significados procreativo y unitivo que caracteriza específicamente la sexualidad humana aparece, en suma, como una fuerte estructura en la que se encierran bienes de incalculable alcance. La unión de ambas dimensiones no es un simple hecho sin otro fundamento que su facticidad biológica, sino que posee un sentido fácilmente inteligible: garantiza y refuerza los bienes específicamente personales que comporta la sexualidad humana, a saber, los bienes puestos en juego por el hecho de que tanto los generantes como el generado son personas humanas. Hablamos de estructura, y no de simple unión, porque las dos dimensiones de la sexualidad se protegen y potencian mutuamente, de forma que su disociación no implica sólo la lesión de la dimensión en cada caso excluida, sino también la grave lesión de la dimensión que se desea conservar o promover.

Estamos ante una estructura antropológica de carácter fundamental, ante la que no tiene sentido invocar el amor de los esposos que desean un hijo u otras circunstancias o intenciones subjetivas. La intención amorosa de los esposos que padecen esterilidad no desempeña ningún papel intrínseco en las técnicas de reproducción artificial. Esa intención se queda en el exterior, y no es determinante del procedimiento técnico que, en cuanto tal, se gobierna por la lógica de la utilidad, de la eficacia y de la eficiencia. El procedimiento técnico es el mismo tanto si los esposos se mueven por una intención verdaderamente noble como si esa intención falta. En uno y otro caso las motivaciones subjetivas no pueden paliar la falta de la adecuación del procedimiento técnico a los valores personales que están en juego.

No querría terminar sin proponer unas consideraciones sobre la investigación científica con células procedentes de embriones sobrantes de las técnicas de procreación artificial, que han sido congelados o no, o de abortos provocados.

Es universalmente aceptada la práctica de emplear cadáveres humanos para la investigación o la enseñanza de la medicina, siempre que se cumplan unas condiciones de todos conocidas. No habría inconvenientes en usar con esos fines el cadáver de una persona cuya muerte ha sido causada injustamente. En esta hipótesis, está claro que no podría utilizar ese cadáver la misma persona que injustamente causó la muerte.

En el caso que nos ocupa, se trata de muertes causadas injustamente pero no ilegalmente, porque se procede de acuerdo con unas leyes estatales que autorizan la injusticia y regulan con normas precisas el uso que puede hacerse del “material biológico” resultante, determinando también los organismos de control, la constitución de centros, que con el título de centros nacionales de medicina regenerativa o algo semejante, se encargan de proporcionar a las estructuras de investigación lo que éstas necesitan. Los investigadores y los centros de investigación forman una comunidad científica, nacional e internacional, cuya constitución y actividad está regulada por las leyes estatales a que nos hemos referido. La comunidad científica produce los embriones sobrantes, los congela si es el caso, llegado el momento los declara no viables o no implantables, y la misma comunidad los aprovecha para investigaciones de diverso tipo, como pueden ser las que se hacen con células troncales embrionarias.

Muchos aceptan que uno no se debe manchar directamente las manos con la destrucción de seres humanos en estado embrionario. Pero son también muchos los que no se dan cuenta de que las condiciones actuales no permiten reducir la cooperación o la complicidad a la colaboración inmediata con quien sí se las mancha. Hay un tipo de cooperación que consiste en no hablar, en no denunciar y en otras diversas formas de aquiescencia o de aceptación del sistema injusto[15]. A nivel de la investigación se producen injusticias que sólo los científicos pueden entender, sólo ellos pueden denunciar y sólo ellos pueden impedir. Los no especialistas no pueden entender lo que en realidad está sucediendo dentro de un silencioso laboratorio. Son los mismos investigadores los que han de darse cuenta de que un científico o un centro de investigación no puede decir a otro: “yo considero una injusticia grave lo que tú haces, pero acepto lo que has obtenido de modo injusto, porque lo necesito para mis investigaciones”. Juan Pablo II ha dicho claramente que las células troncales para uso experimental o terapéutico no pueden proceder del tejido embrionario humano[16].

Poco modifica la situación el argumento de que en todo caso se trata de cadáveres. Aquí no se habla de individuos que han muerto por accidente o enfermedad, sino de individuos cuya muerte es efecto de una injusticia grave y voluntaria, autorizada y legalizada por el Estado. No es admisible que el mismo sistema legal y sanitario que autoriza y causa la injusticia, se sirva después de los cadáveres, aunque sea para el bien de la investigación médica. Tampoco es decisivo el hecho de que no se haya cometido la injusticia (congelación) para después investigar, lo que en principio no ha sucedido. Lo decisivo es que el mismo sistema legal y sanitario que comete la grave injusticia se sirve después de los cadáveres.

Pienso en definitiva que no se debería comprar, ni tampoco aceptar gratuitamente, “material biológico” de procedencia injusta o no acompañado de una certificación de su origen moralmente aceptable. Un científico de buena conciencia no puede ser un espectador pasivo, sobre todo cuando la injusticia grave se ha convertido en praxis habitual aprobada por el Estado. No puede contentarse con que los responsables de una empresa de biotecnología le digan que no saben de dónde procede el material que ellos comercializan. Oponerse a esos abusos, no tener ante ellos una actitud pasiva, es algo que sólo el científico puede hacer y que sin duda él debe hacer.



[1] Conferencia pronunciada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra (España) en abril de 2005.

[2] A. Rodríguez Luño – R. López Mondéjar, La fecundación «in vitro», Palabra, Madrid 1986. La edición italiana es: La fecondazione «in vitro». Aspetti medici e morali, Città Nuova Editrice, Roma 1986.

[3] La Instrucción «Donum vitae» sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación. Respuesta a algunas cuestiones de actualidad, fue publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe el 22 de febrero de 1987.

[4] Cfr. Proceedings of the III World Congress of In Vitro Fertilization and Embryo Transfer, Helsinki, mayo 1984. Se vea también el comentario de J. Ferre Jorge – V. Martínez de Artola, Fecundación artificial: aspectos médicos y cuestiones éticas, «Revista de Medicina de la Universidad de Navarra» XXIX (1984) 203-204.

[5] Cfr. C. Wood y colaboradores, Clinical Implications of Developments in «In vitro» Fertilization, «British Medical Jorunal» 289 (1984) 978-980.

[6] R.G. Edwards – M. Puxon, Parental Consent over Embryos, «Nature» 310 (1984) 179 (traducción mía). Véase también L.R. Mohr – A. Trounson, Freezing and Donation of Human Embryos, «Journal of in Vitro Fertilization and Embryo Transfer» 1 (1984) 127.

[7] R.G. Edwards, “The Ethical, Scientific and Medical Implications of Human Conception In Vitro”, en C. Chagas, Modern Biological Experimentation, Pontificia Academia de las Ciencias, Lib. Ed. Vaticana, Ciudad del Vaticano 1984; citado por A. Serra, Interrogativi etici dell’ingegneria genetica, «Medicina e Morale» 3 (1984) 316 (traducción mía).

[8] Declaraciones citadas por J. Schmitt, Biologie: jusqu’où peut-on aller?, «Le Point», 3 diciembre 1984, p. 52 (traducción mía).

[9] Cfr. A. Bompiani, Lo sviluppo storico delle tecnologie ed il loro impatto nei processi di procreazione umana, en J. Vial Correa – E. Sgreccia (eds.), La dignità della procreazione umana e le tecnologie riproduttive. Aspetti antropologici ed etici, Lib. Ed. Vaticana, Città del Vaticano 2005, pp. 42-113. El estudio de Bompiani, largo y muy documentado, constituye una excelente exposición del estado actual de las diversas técnicas de reproducción asistida.

[10] Cfr. A. Bompiani, Lo sviluppo storico ..., cit. p.45. Otros autores dan cifras un poco diversas, pero de entidad análoga.

[11] Cfr. R. Marana, Le terapie chirurgiche della sterilità femminile, en J. Vial Correa – E. Sgreccia (eds.), La dignità della procreazione umana e le tecnologie riproduttive. Aspetti antropologici ed etici, cit., pp. 225-236.

[12] Cfr. G. Herranz, L’uso delle tecniche di riproduzione artificiale: effetti sugli scopi e i doveri della medicina, in J. Vial Correa – E. Sgreccia (eds.), La dignità della procreazione umana e le tecnologie riproduttive. Aspetti antropologici ed etici, cit., pp. 149-165.

[13] Cfr. Instrucción Donum vitae, II, B, 5.

[14] Esta línea de argumentación la hemos desarrollado ampliamente en el libro citado en la nota 1.

[15] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1868.

[16] Cfr. Juan Pablo II, Discurso con ocasión del 400 aniversario de la Academia Pontificia de las Ciencias, 10-XI-2003. Cfr. también Academia Pontificia para la Vida, Declaración sobre la producción y uso científico y terapéutico de las células estaminales embrionarias humanas, Lib. Ed. Vaticana, Città del Vaticano 2000.