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TRABAJO CREATIVO Y DESARROLLO PERSONAL (2003)[1]

enrique Colom

 

1. Introducción

Es bien sabido que el Beato Josemaría Escrivá promovió, con su enseñanza y con su acción, una práctica profundamente cristiana y teologal del trabajo y de la vida ordinaria. Tal modo de vivir el cristianismo encierra una cabal teología del trabajo y es, también, impulso para el desarrollo de esa teología y garantía de su rectitud. «Impulso, porque una espiritualidad que se despliegue en referencia al trabajo, con todas sus implicaciones antropológicas y sociales, pide y reclama una visión teológica honda, que no se contente con alegar alguna que otra cita evangélica hecha más o menos a propósito, sino que se esfuerce por ir hasta el núcleo mismo de los problemas, poniendo de relieve lo que es el obrar humano de cara a la edificación de un universo regido por el designio salvador de Dios. Garantía, a la vez, porque una vida cristiana auténtica, un buscar a Dios, y buscarlo a través del trabajo mismo, mantiene anclado el corazón en ese núcleo teologal del que debe partir la inteligencia y constituye, en consecuencia, un antídoto frente a todo naturalismo y, más importante y positivamente, una luz que orienta la reflexión»[2].

Así pues, la doctrina del Fundador del Opus Dei muestra un camino concreto para la realización de la santidad en la vida ordinaria, a la vez que se manifiesta como una anticipación y una inspiración para la teología del trabajo. Teniendo en cuenta estas enseñanzas, nos proponemos recordar algunos aspectos que muestran el valor profundo del quehacer laboral y subrayar cómo esos aspectos no sólo no disminuyen la libertad personal y, por tanto, la creatividad en el trabajo, sino que son un verdadero estímulo para favorecerlas: realizar el propio trabajo dándole el sentido que tiene en el plan de Dios, es un camino para lograr la propia perfección integral (la santidad), para crecer en autonomía y para colaborar en el desarrollo (humano y sobrenatural) de los demás hombres[3].

 

2. Los albores del Tercer Milenio

El Santo Padre, en la Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, propone nuevas metas en la vida de la Iglesia para el milenio que comienza: el «encarnarse de la Iglesia en el tiempo y en el espacio refleja, en definitiva, el movimiento mismo de la Encarnación. Es, pues, el momento de que cada Iglesia, reflexionando sobre lo que el Espíritu ha dicho al Pueblo de Dios (…), analice su fervor y recupere un nuevo impulso para su compromiso espiritual y pastoral»[4]. Este compromiso supone, ante todo, un encuentro personal más íntimo y profundo con Cristo; encuentro que puede y debe realizarse en todas las situaciones de la vida personal, ya que el cristianismo es una religión engarzada en la historia, es la “historia de la salvación”. De hecho, Jesucristo es el Señor de la Historia, su centro, el único que conoce su profundo sentido y lo puede comunicar a los hombres[5]. Esto es cierto no sólo para la historia tomada en sentido global, sino también para cada situación concreta de la vida humana[6] y, por consiguiente, también para el quehacer cotidiano y para el trabajo profesional; efectivamente, «teniendo en cuenta que Cristo revela verdaderamente el hombre al hombre, se puede vislumbrar en su misterio la luz que ilumina ese misterio de la existencia de la persona que es el trabajo»[7].

De ahí no se deduce, sin embargo, una especie de cosmovisión cristiana en el ámbito terreno[8], ya que el Señor nos ha querido libres para construir con creatividad una verdadera historia que, como toda realidad humana, tiene sus propios mecanismos. Además, el conocimiento humano de los designios divinos está sujeto a la falibilidad de las personas, y Cristo ha concedido a la Iglesia la garantía de la verdad sólo en lo que se refiere a la fe, la moral y lo que con ellas está inmediatamente conectado.

En el centro de las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá se encuentra el hecho de proponer como camino de santificación el trabajo profesional y el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano, lo cual comporta admitir la verdadera autonomía de las realidades terrenas; es decir, supone respetar la naturaleza de las personas (seres libres) y de las cosas (que gozan de leyes propias) según el designio divino (que conocemos en modo eminente por la fe)[9]. Así lo expresaba el Beato Escrivá: «Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones, de incertidumbre. No olvidemos que Dios, que nos da la seguridad de la fe, no nos ha revelado el sentido de todos los acontecimientos humanos. Junto con las cosas que para el cristiano son totalmente ciertas y seguras, hay otras —muchísimas— en las que sólo cabe la opinión: es decir, un cierto conocimiento de lo que puede ser verdadero y oportuno, pero que no se puede afirmar de un modo incontrovertible. Porque no sólo es posible que yo me equivoque, sino que —teniendo yo razón— es posible que la tengan también los demás. Un objeto que a uno parece cóncavo, parecerá convexo a los que estén situados en una perspectiva distinta»[10].

 

3. Partir de Cristo para valorar al hombre

Para captar el sentido de la actividad humana no es necesario conocer una “fórmula mágica” —que, por otra parte, no existe— que resuelva los problemas terrenos y, concretamente, los que se refieren a la sociedad y al trabajo. «No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros! No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste»[11]. Transformar con Cristo la vida económico-social significa poner al hombre —a todo ser humano— en el centro de esas actividades. Efectivamente, el principio, el fin y el sujeto del dinamismo social y, por tanto, del trabajo, es la persona humana[12].

Si se quiere organizar adecuadamente el trabajo de las personas, de todos los hombres, es necesario en primer lugar tener en cuenta la dignidad humana. No hay duda que, desde el punto de vista sociológico, ha sido la modernidad la que promovió, en la teoría y en la práctica la noción de dignidad humana; y ha sido también la modernidad la que ha plasmado un conjunto de instituciones para garantizarla y desarrollarla. No es menos cierto, por otra parte, que esta concepción se basa en una gama de presupuestos culturales, entre los que destaca el pensamiento cristiano: el valor inalienable que éste confiere a todo hombre ha sido un elemento indispensable de transformación permanente de la vida social. Desgraciadamente, la modernidad, junto a estos aspectos positivos introdujo un radical reduccionismo, fuente de muchas distorsiones y contradicciones en el ámbito social; tal reduccionismo es de carácter antropológico, y se evidencia (dentro de la epistemología moderna) en la imposibilidad de hallar el contenido sustantivo de lo humano y, por consiguiente, en la incapacidad de conocer el proprium de la dignidad personal. En esta perspectiva moderna, el valor de la dignidad humana se define con parámetros pragmáticos y funcionales, o sea por lo que el hombre hace y no por lo que es: el éxito y el tener se consideran por encima del ser. Y tal dignidad no resulta reconocida (al menos en la práctica) universalmente ni ineluctablemente, sino más bien en manera contingente y fluctuante: sólo en determinadas condiciones y en cuanto puede procurar ventajas al progreso social considerado en modo inmanente.

Es ésta una de las grandes paradojas de la modernidad: intenta exaltar la dignidad de la persona a través de una actividad y de un trabajo puramente inmanentes; sin embargo, debido a su visión mecanicista del mundo, piensa que la felicidad se puede lograr con el empeño por hacer progresar las cosas, el mundo exterior, para satisfacer las necesidades terrenas. Así la eudaimonia no sería algo que se espera, sino algo que se conquista activa y autónomamente con el trabajo; sin embargo, los desórdenes y la infelicidad que provoca esta sociedad del trabajo son evidentes: no crece el hombre en cuanto tal, sino las cosas del hombre, porque se ha perdido de vista la dimensión más propiamente humana, aquella interior y moral.

Se debe reconocer, a la vez, que en muchos sectores de la sociedad se vislumbra una nueva sensibilidad, que comporta la toma de conciencia de un conjunto de valores de carácter más humanista[13]. Son valores aún no consolidados, pero que perecen abrirse camino en diversos ámbitos de la vida social, quizá, de modo más evidente, en la esfera del trabajo humano, dando lugar a nuevos paradigmas económicos. No se trata, ciertamente, como algunos proponen en modo utópico, de liberarse del trabajo: se trata de realizarlo de acuerdo con su fundamento ontológico, considerarlo como una actividad responsable y libre, subrayando sus aspectos —más plenamente personales— de conocimiento y de decisión. Todo ello comporta considerar a cada persona «como “uno que me pertenece”, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. (…) Es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un “don para mí”, además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. (…) Es saber “dar espacio” al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cfr. Ga 6, 2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos acechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias»[14]. Aunque estas palabras se refieren directamente a la fraternidad cristiana y se basan en la Revelación, conviene recordar que deberían aplicarse a todas las relaciones humanas, ya que una sociedad civilizada no puede aceptar condiciones degradantes para sus componentes.

Esta visión comporta no subestimar ningún puesto de trabajo-servicio, realizarlo con la máxima diligencia, descubrir el valor positivo de las diferencias y de su armónica integración, promover la participación y la creatividad de todas las personas, intensificar las relaciones de comunicación y de reciprocidad, etc. De hecho, la tendencia que parece abrirse paso en la economía va en esa dirección: las tecnologías avanzadas han puesto en primer lugar el “factor humano”, la persona y su mundo vital, como fuente de innovación y de progreso; en las empresas se produce una transposición de las ofertas de bienes materiales y tecnológicos hacia los servicios y la cultura, y se interesan más en lo que se refiere a los mundos vitales; los beneficios (siempre necesarios) pierden su función primordial, para dar más espacio al servicio. La motivación de los trabajadores, a todos los niveles, no se limitan al tener y al poder, sino que incluyen otros valores como son la participación en el trabajo creativo; por eso se concede mayor importancia al “ser” en la empresa, es decir, a la integración y a la participación, con una menor atracción por las ventajas puramente materiales. La misma estrategia empresarial, sin descuidar las utilidades, atribuye mayor relieve a las prestaciones que ofrece a los propios empleados, a los clientes y a toda la sociedad. Todo ello facilita la capacidad de innovación y de adaptación al cambio de las circunstancias, y ayuda a interesarse no sólo por los objetivos primarios, sino también a evitar los efectos perversos: preocupación ecológica, evaluación estética, etc.

No es de extrañar, en este sentido, que por lo que se refiere a favorecer la dignidad humana en el trabajo se observen, contemporáneamente, crisis evidentes y nuevas instancias de mejora. Tal ambivalencia deriva de las premisas sobre las que se asienta la cultura laboral: por desgracia, la semántica sociológica de la modernidad no está en condiciones de entender ni de afrontar con éxito las actuales instancias positivas, debido a su dificultad para comprender y llevar a cabo la dignidad humana al margen de su interpretación autorreferencial. Por eso, es necesaria una semántica nueva, que subraye que la identidad humana no admite equivalentes funcionales y que el bien de las personas no se puede reducir a la utilidad ni lograrse en una perspectiva exclusivamente contractualista. Como dijimos, no se trata tanto de aplicar una “fórmula”, cuanto de imitar a Cristo; así lo enseña el Beato Josemaría Escrivá: «Esta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social»[15]. En definitiva, es la vida de trabajo de Jesús de Nazaret, Verbo de Dios encarnado, la que revela en plenitud el sentido del trabajo humano y muestra las pautas para su auténtica valoración y transformación[16]. De ahí se deduce la necesidad de percibir el propio quehacer ordinario según tres coordenadas precisas: 1) la trascendencia, que abre la persona al Absoluto y la considera superior a los otros seres terrenos; 2) la subjetividad, que valora el ser muy por encima del tener; 3) la alteridad, según la cual el ser humano se hace más humano cuando se ofrece como don y vocación para el prójimo[17].

Estas coordenadas, necesarias para valorar cumplidamente la actividad laboral, no siempre se encuentran enraizadas en las culturas in actu. Resulta, por tanto, necesario un mayor esfuerzo de los cristianos y de todos los hombres de buena voluntad, para proponerlas con tenacidad y eficacia: «Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una “sociedad cristiana”, la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza»[18]. Esto deberá realizarse, como es lógico, respetando la diversidad de circunstancias personales y culturales en las que se encarna el mensaje cristiano, de modo que los valores característicos de cada civilización no se rechacen, sino que se depuren y alcancen su plenitud.

 

4. Alteridad y subjetividad

Para analizar el sentido que tiene el trabajo humano en los designios divinos, puede ser útil tomar como puntos de referencia las tres coordenadas previamente mencionadas; no obstante entre ellas exista una profunda conexión y armonía, las estudiaremos una por una, en orden inverso al indicado, aunque su trabazón se pondrá frecuentemente de manifiesto.

El pensamiento moderno, con su polaridad individuo-Estado, concibe la dignidad humana en una óptica individualista, aunque a veces incluya una cierta visión de participación social; en la misma óptica se entiende el bien público. Sin embargo, con mayor intensidad cada vez, las diversas comunidades sienten la necesidad e instituyen estructuras para la producción de un tipo de bienes diverso, que no son exclusivamente individuales ni públicos, y cuya característica se encuentra en su realización y uso comunitario. Estos bienes se configuran como “actividades” de reciprocidad, de relacionalidad: se pueden obtener sólo “en compañía”, pero no como un grupo de individuos intercambiables, sino como una comunidad de personas (individuos-en-relación) con sus propias características y relaciones. Son, por tanto, bienes que no se pueden evaluar por las ventajas que ofrecen a las personas consideradas como puros y simples individuos, ni tampoco se deben juzgar con el metro de los bienes públicos que proceden de la convergencia de intereses privados; son bienes que poseen una valencia personal y contemporáneamente son generalizables. La dignidad humana es un bien de este tipo, es decir, un bien común de reciprocidad; por eso, el objeto de tal dignidad y de los derechos humanos correspondientes posee una estructura esencialmente relacional: sin esta relacionalidad, la vida, la dignidad y los derechos de la persona pierden su más profunda identidad y fácilmente se cae en el utilitarismo.

Ciertamente, como ya hemos indicado, son cambios todavía precarios; aunque posiblemente es en la organización del trabajo donde la modernidad ha cambiado con más consistencia en los últimos decenios; se tiende a abandonar el paradigma tradicional que lo subordinaba casi exclusivamente a las leyes del mercado, para subrayar el peso que ejercen la contratación colectiva, las instituciones sociales, las relaciones interpersonales y la misma cultura del trabajo. En este sentido se difunde la conciencia de los límites del Estado asistencial, que no significa la cancelación del Estado social, sino su plena realización, y que ha comportado el paso de una política reguladora del trabajo a una política de promoción, sobre todo de los sectores más débiles; se vislumbran las ventajas que derivan de una cooperación sin conflictualidad entre las partes sociales, que implica la participación activa en la promoción del trabajo; se acepta la conveniencia de una descentralización de las políticas del trabajo, adoptando una óptica local que aprecie los recursos económicos y metaeconómicos del entorno, sin olvidar las exigencias de la solidaridad al fin de evitar las desigualdades sociales y geográficas; se favorecen los incentivos para los servicios de utilidad social, las nuevas empresas, las invenciones e innovaciones productoras de trabajo, etc.

En todo esto se advierte la influencia, junto a otros factores, de la enseñanza de la Iglesia que ha insistido constantemente en la dimensión social del trabajo, la necesidad de humanizarlo y la importancia de la iniciativa privada unida a la subsidiariedad del Estado y de las grandes corporaciones; las ventajas de vivir la auténtica solidaridad intranacional e internacional; la conveniencia del mercado cuando éste se pone al servicio de la persona; la visión de las relaciones de trabajo como interacciones entre personas libres, responsables y cooperativas; la necesaria atención al problema del paro, que no puede resolverse sólo con instrumentos económicos ya que son necesarias también una serie de medidas culturales y morales.

Además de la dimensión social (alteridad), la humanización del trabajo necesita subrayar la dimensión subjetiva de la persona: incluso en una óptica puramente práctica y terrena, teniendo en cuenta que la mayor parte del tiempo y de las energías personales se aplican al trabajo, resulta patente la conveniencia de organizar el trabajo en modo que los trabajadores encuentren en él una fuente de crecimiento y de satisfacción; en caso contrario, la vida de las personas y de la entera sociedad tenderá a degenerar y resultará inhumana. De hecho, se puede colegir en las diversas culturas, un fuerte entrelazamiento entre el valor que se asigna al trabajo y los conceptos que cada concreta civilización tiene sobre la persona humana y sobre el mundo (el trabajo depende, en efecto, de la relación hombre-naturaleza[19]). Si se pierde esa íntima conexión entre el trabajo, la dignidad de la persona y la realidad creatural del mundo, se termina por aceptar una valoración meramente extrínseca de la actividad laboral y se pierde el sentido profundo del trabajo humano. Por eso, el Santo Padre ha subrayado que «el trabajo lleva en sí un signo particular del hombre y de la humanidad, el signo de la persona activa en medio de una comunidad de personas; este signo determina su característica interior y constituye en cierto sentido su misma naturaleza»[20].

Estas palabras, y otras muchas que se podrían citar de la doctrina social de la Iglesia y de diversos pensadores contemporáneos, muestran que la valoración y la organización del trabajo no se pueden circunscribir al ámbito técnico y económico, sino que deben analizarse desde el punto de vista filosófico, cultural y ético, porque quien lo realiza es una persona consciente y libre, responsable y creativa: «En el trabajo, la persona ejerce y aplica una parte de las capacidades inscritas en su naturaleza. El valor primordial del trabajo pertenece al hombre mismo, que es su autor y su destinatario. El trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo (cfr. LE 6). Cada cual debe poder sacar del trabajo los medios para sustentar su vida y la de los suyos, y para prestar servicio a la comunidad humana»[21]. Por eso, resulta muy conveniente proponer la exacta naturaleza del trabajo como acto de la persona y consolidar esa noción en la sociedad; ya que encontrar los modos de producir más y mejor, o buscar una organización del trabajo que acreciente el bienestar de quienes participan, podrá lograrse con mayor facilidad si se tienen en cuenta los aspectos más plenamente humanos y morales. Ninguna razón puede hacer olvidar la dignidad de la persona concreta, condicionándola a las pretensiones de la economía y de la sociedad. Esta humanización de la actividad laboral ha sido, desde su inicio, el núcleo fundamental y el empeño constante de la enseñanza social de la Iglesia[22].

Todo esto hace ver que la doctrina católica sobre el trabajo se aleja de dos extremos, no infrecuentes en la cultura actual: considerar el trabajo como un elemento esencial, casi absoluto, de la personalidad humana y, como consecuencia, único título legítimo de pertenencia social, o bien pensar que estamos llegando al fin de la sociedad del trabajo[23]. En este sentido, la doctrina social de la Iglesia, sin idolatrar el trabajo, insiste en su valor preeminente y enseña que si, como es correcto, la vida social se aborda desde el punto de vista humano —de la persona y no tanto de las cosas (del crecimiento económico, del bienestar terreno, etc.)—, el trabajo debe considerarse en el centro mismo de la actividad social y se configura como uno de sus argumentos esenciales[24]. Este modo de plantear el problema tiene un sólido fundamento en la enseñanza cristiana y en los actuales “signos de los tiempos”; en efecto, las modalidades según las cuales se plasma el sistema laboral ejercen un influjo decisivo en la solución de las diversas cuestiones sociales y políticas con las que se enfrenta la sociedad: únicamente con unas relaciones laborales justas y dignas de la persona se podrá construir una comunidad civil apta para favorecer el auténtico desarrollo integral de todas las personas. Por eso, el análisis del trabajo y de sus consecuencias debe proponerse como punto central el pleno desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres.

Se debe, por tanto, insistir en que toda la actividad humana, y concretamente el trabajo, debe ser acorde con y, más aún, solícita por la dignidad de la persona; debe realizarse con libertad y responsabilidad, es decir, como auténtica participación en una empresa común; debe fomentar el desarrollo de la persona en cuanto tal, en sus diversas facetas materiales, culturales y espirituales[25]. Todo ello recuerda la preeminencia del aspecto subjetivo del trabajo (que acrecienta la humanidad de la persona) sobre el aspecto objetivo (que desarrolla la belleza o la utilidad de las cosas), y pone las bases para una concepción del trabajo que lleva a realizarlo no sólo como necesidad de subsistencia, sino también como ideal de vida[26]. Esta verdad tiene importantes consecuencias prácticas en las relaciones laborales; por ejemplo, la valoración del trabajo con el metro de la dignidad de las personas; la exigencia de no tratar nunca al trabajador como cosa, como “mercancía”, como mera fuerza de trabajo; la prioridad del trabajo sobre el capital entendido como conjunto de medios de producción; el rechazo de separar los hombres en clases, de acuerdo al género de trabajo.

Resaltar la mayor excelencia de la dimensión subjetiva del trabajo no comporta desatender la necesidad de un trabajo objetivamente bien hecho, ni suprime la importancia de realizar un producto adecuado, que aumenta el bienestar terreno de los hombres; ese servicio a las personas es, ciertamente, un valor en sí mismo positivo, como enseña la Biblia (Sal 128, 2; Hch 20, 34; Ef 4, 28; 2 Ts 3, 7-12)[27]. En definitiva: prioridad de la dimensión subjetiva del trabajo sin menospreciar su dimensión objetiva: para servir al prójimo y para que las cosas funcionen como es debido resulta necesario que los resultados del trabajo alcancen una calidad adecuada; en este sentido, el trabajo humano se configura como un medio importante para construir una sociedad digna de la persona[28]. Además, no debe olvidarse que el trabajador se “humaniza” también en la medida en que trabaja con esmero; un trabajo descuidado o defectuoso (salvo por causas ajenas a la persona) no es compatible con la dignidad del hombre[29].

En tiempos recientes ha aumentado la valoración de la dignidad humana en el trabajo; como consecuencia, se están produciendo cambios en el ámbito laboral, que han mejorado la vida de muchos trabajadores. A este respecto puede recordarse el impacto de un amplio reconocimiento de la subjetividad de las personas; la necesidad de la formación (y, cuando es necesaria, de la recualificación) profesional; la difusión de trabajos atípicos, con horarios flexibles y posibilidad de trabajar en casa; etc. Estas mejoras deben difundirse a todas las áreas sociales y geográficas, deben consolidarse y deben seguir creciendo, ya que la dignidad de la persona exige que, también en el lugar de trabajo, se la trate según su verdad más profunda. Según esta profunda verdad, las relaciones laborales han de enraizarse en el amor: en efecto, sólo el amor es la respuesta adecuada al ser humano entendido en toda su grandeza[30]. En definitiva, se debe reconocer que el trabajo —todo trabajo honesto— «nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor»[31]. El amor cristiano —y el amor auténticamente humano— no se limita al ámbito privado; más bien abarca todas las dimensiones de la persona, incluida la dimensión social y laboral. Por eso, la «vertiente ético-social [del Evangelio] se propone como una dimensión imprescindible del testimonio cristiano. Se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad, ni con la lógica de la Encarnación y, en definitiva, con la misma tensión escatológica del cristianismo. Si esta última nos hace conscientes del carácter relativo de la historia, no nos exime en ningún modo del deber de construirla»[32].

 

5. Vida de fe y trabajo creativo

En la encíclica que escribió el Santo Padre acerca de las relaciones entre la fe y la razón, recordaba cómo la cultura de la modernidad, exagerando la justa distinción entre esos dos ámbitos del conocimiento, ha operado una completa separación entre ellos, con nefastos resultados para los dos: «La razón, privada de la aportación de la Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal. Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser»[33]. También en lo que concierne al pensamiento y a la práctica social, se deberá evitar esa drástica separación, que fácilmente deriva hacia uno de los dos extremos: el primero tiende a minusvalorar el análisis racional y a instaurar un cierto “despotismo” de la ética y de la teología sobre las realidades sociales, es decir, intenta imponer unas normas sociales a partir de principios ético-teológicos abstractos, desconectados del estudio de la realidad. El segundo desdeña las certezas de la fe, y propone un modo de pensar según el cual la dimensión ética sería solo una “realidad segunda”, que se limita a rozar las “realidades vitales”, dejándolas inmutadas en su substancia[34]. Conviene recordar que el saber humano no procede de modo puramente deductivo, sino mediante sucesivas aproximaciones a la realidad, que da origen a una pluralidad de saberes, que deben mantenerse en constante y mutuo diálogo, sin traspasar los propios límites epistemológicos.

El uso de las ciencias humanas para resolver las cuestiones laborales es absolutamente necesario, pero no debe hacer olvidar la dificultad de estas ciencias para captar en profundidad el objeto de su estudio, precisamente el hombre; este olvido ha llevado, muchas veces, a los estudiosos de tales materias a prescindir del concepto de verdad, para basarse sólo en la praxis, y a utilizar criterios epistemológicos cerrados a una antropología plenaria e incompatibles con la Revelación. Por eso, sin negar la mutua autonomía y la distinción entre las ciencias humanas y la teología, es necesario subrayar la centralidad de la fe para entender profundamente las vicisitudes humanas, incluidas las sociales: «Las ciencias humanas y la filosofía ayudan a interpretar la centralidad del hombre en la sociedad y a hacerlo capaz de comprenderse mejor a sí mismo, como “ser social”. Sin embargo, solamente la fe le revela plenamente su identidad verdadera, y precisamente de ella arranca la doctrina social de la Iglesia, la cual, valiéndose de todas las aportaciones de las ciencias y de la filosofía, se propone ayudar al hombre en el camino de la salvación»[35]. Es necesario tener “fe en la fe”[36], para delinear correctamente las soluciones de las cuestiones sociales: «Es la fe en Cristo, muerto y resucitado, presente en todos y cada uno de los momentos de la vida, la que ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana (…). Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura. Podría añadir que se basa también en la certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar»[37]. La trascendencia de la verdad revelada, la libertad personal y la indeterminación de la historia, hacen que la relación entre la enseñanza social de la Iglesia y las teorías y praxis sociales deba ser especialmente cuidadosa: conviene usar con confianza y libertad los “signos de los tiempos”, los progresos de la vida social, los descubrimientos científicos; pero a la vez, todo ello se debe interpretar a la luz de la plena verdad sobre el hombre que ofrece el Evangelio, con la convicción que sólo el Señor posee el verdadero sentido de la vida personal y social.

Este realismo de la doctrina de la Iglesia unido a su fidelidad evangélica, ha determinado que el pensamiento cristiano se haya mostrado, en tantos ámbitos de la actividad humana, más verdadero que las teorías racionalistas[38]; y, a la vez, que la fe sea un gran estímulo para la creatividad social y, concretamente, para la creatividad en la esfera laboral[39]. De hecho, el Concilio Vaticano II enseña que «la buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre caído, combate y elimina los errores y males que provienen de la seducción permanente del pecado. Purifica y eleva incesantemente la moral de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda como desde sus entrañas las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las consolida, perfecciona y restaura en Cristo. Así, la Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye, por lo mismo, a la cultura humana y la impulsa, y con su actividad, incluida la litúrgica, educa al hombre en la libertad interior»[40]. No cabe duda, por tanto, que la fe cristiana, auténticamente vivida, ofrece una importante contribución a la creatividad social[41] y, más en general, al progreso de cualquier forma de cultura auténticamente humana.

La religión, ciertamente, no presenta respuestas a las cuestiones científicas y técnicas, pero —en muchos aspectos— muestra cuáles son las vías que favorecen el desarrollo de la persona en cuanto tal y cuáles son aquellas otras que lo dificultan. Esta seguridad de conocer “el profundo sentido del hombre y del mundo” no deriva de una sabiduría humana —de una “fórmula”—, sino de la Revelación divina; y es especialmente necesaria en las ciencias cuyo objeto es la persona y su actuación, debido a su complejidad y a la dificultad de estudiar “objetivamente” la realidad humana; por eso, son ciencias particularmente vulnerables por las ideologías. Así pues, una cerrazón inmanente y antropocéntrica —de tipo individualista o colectivista, teórica o práctica—, además de ser un error teológico es también un error antropológico, porque reduce el hombre a su dimensión menos humana y acaba por quitarle lo que es más profundamente personal y fuente de su mayor dignidad: la tendencia al Absoluto. Al contrario, la armonía fe-razón, la cooperación que la religión puede proporcionar a una organización humanista del trabajo y el pluralismo de los cristianos en los temas sociales, fomentan la creatividad social de la fe cristiana[42].

Conviene recordar que la función más profunda de la libertad es la de estimular al hombre a buscar por sí mismo el orden propio de las cosas (el orden querido por Dios) y a identificarse con él. El designio divino no es un factor externo a la persona: se encuentra en el íntimo de su ser; en él y a través de él, la persona alcanza su máxima perfección, es decir, el bien previsto por Dios para cada uno. Este orden divino (la ley eterna) contiene no sólo normas universales, sino también indicaciones particulares y concretas: se extiende a los actos singulares de cada criatura y, con mayor razón, a los concretos actos humanos, en los cuales el hombre establece una relación moral con el fin último[43]. La voluntad divina no es algo que se añade extrínsecamente a la criatura, porque en Dios «vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28); por eso, la persona no puede crear o inventar un modo de obrar aplicable a la propia situación, sino que debe buscar responsablemente, en la propia situación, el modo de actuar según el designio divino. Todo ello tiene, por supuesto, una directa aplicación al ámbito del trabajo que, sin duda, es un campo altamente significativo en la vida de cada persona.

 

6. El trabajo como materia de santificación

Debemos ahora considerar, más específicamente, la dimensión trascendente de la actividad humana: el ser humano, a través de su actuación, se perfecciona acercándose a Dios como fin último o se degrada y se aleja de Dios. En este sentido, se debe subrayar que existe una única meta para la perfección humana (en palabras cristianas una única vocación a la santidad), que se puede alcanzar en las diversas circunstancias personales: el plan divino abarca todas las condiciones concretas de la persona, y la estimula —en su dimensión individual y comunitaria— a esforzarse, libre y responsablemente (es decir, creativamente), por realizar en esa situación las exigencias de la universal llamada de Dios a ser santos, a santificar a los demás y a cristianizar todas las realidades sociales. No se trata sólo del hecho que el obrar humano no sea tributario del ambiente, sino del hecho de percibirlo como “lugar” de la llamada del Señor: «Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir»[44]. En cualquier circunstancia concreta se encuentra un “algo divino”, que requiere una respuesta personal de amor y de donación a Dios y al prójimo, y que abre la persona no sólo a los límites temporales del momento, sino también a la trascendencia que tal momento posee como posibilidad de dar gloria a Dios, de crecer en santidad, de ayudar a las personas y de hacer más humano el mundo de los hombres.

La dimensión trascendente del ser humano, es decir, el hecho de que su fin último sea Dios, no sólo estimula a realizar bien el trabajo, sino que también lleva a reconocerlo como “materia prima” para conseguir el pleno y definitivo bien humano: la santidad. Es ésta una realidad que no debería descuidarse en las actividades socioeconómicas y laborales, si se quiere tratar a las personas en consonancia con su íntegra verdad. De hecho, en la historia de la Iglesia, especialmente en los últimos tiempos, han florecido diversas realidades que se proponían la “santificación del trabajo” y también, más frecuentemente, la “santificación del trabajador”. Sin embargo, ha sido el Concilio Vaticano II el que, atesorando esos fermentos espirituales, teológicos y sociales, ha propuesto una concepción completa del trabajo como posibilidad de cooperar en el plan divino de la Creación y de la Redención. En este aspecto se debe volver a recordar la doctrina del Beato Josemaría Escrivá, como precursor e impulsor de la teología del trabajo. Lo indicaba el Santo Padre con las siguientes palabras: «La historia de la Iglesia y del mundo se desarrolla bajo la acción del Espíritu Santo, que, con la colaboración libre de los hombres, dirige todos los acontecimientos hacia la realización del plan salvífico de Dios Padre. Manifestación evidente de esta Providencia divina es la presencia constante, a lo largo de los siglos, de hombres y mujeres, fieles a Cristo, que iluminan con su vida y su mensaje las diversas épocas de la historia. Entre estas figuras insignes ocupa un lugar destacado el beato Josemaría Escrivá, que, como subrayé el día solemne de su beatificación, recordó al mundo contemporáneo la llamada universal a la santidad y el valor cristiano que puede adquirir el trabajo profesional, en las circunstancias ordinarias de cada uno»[45].

El Concilio, en la Gaudium et spes, n. 34, enseña que la actividad humana personal y comunitaria, es decir, el empeño con el que los hombres, a lo largo de la historia, se proponen incrementar la calidad de la vida terrena, se inscribe en el plan divino. Por designio de Dios, el hombre debe someter la tierra con todo cuanto ella contiene, y gobernar el mundo con justicia y santidad, para así dirigir a Dios su propio ser y el universo entero. Según el mismo documento, esto se aplica también a las labores cotidianas: efectuar el propio trabajo como modo de lograr el sustento y el desarrollo personal para sí y para la familia y de realizar un servicio a los demás, puede juzgarse, en verdad, una colaboración (de co-laborar) en la obra del Creador y una coparticipación al perfeccionamiento de la Redención. Teniendo en cuenta esta realidad, la Laborem exercens (nn. 24 y 25) concluye la necesidad de desarrollar una espiritualidad del trabajo, que lo considere medio (“materia”) para unirse con Dios, Creador y Redentor, y para participar en su designio de salvación respecto al hombre y al mundo; y exhorta a que esta espiritualidad cristiana del trabajo sea un patrimonio común de la cultura laboral: puesto que el trabajo en su aspecto subjetivo es siempre una acción personal, en él participa el hombre completo, su cuerpo y su espíritu, independientemente del hecho de que sea un trabajo manual o intelectual; también al hombre entero se dirige el mensaje evangélico de la salvación, en el que encontramos muchos contenidos —como luces particulares— dedicados al trabajo humano. Es necesaria una correcta asimilación de esta realidad; resulta imprescindible el esfuerzo interior del espíritu humano, guiado por la gracia, con el fin de dar al trabajo del hombre concreto, con la ayuda de estos contenidos, el significado que la actividad laboral tiene ante los ojos de Dios, y mediante el cual se inserta en el designio salvífico al igual que sus elementos y aspectos ordinarios, que son al mismo tiempo particularmente importantes[46].

No se trata, como dijimos, de “idolatrar el trabajo”, como hace el humanismo ateo o el materialismo histórico, que olvida la dimensión principal del ser humano (su trascendencia) y, por eso, carece de fundamento último y pierde la perspectiva de eternidad; se trata de dar al trabajo su pleno sentido humano y cristiano: «Quien trabaja con amor, respetando la dignidad de toda persona, no sólo contribuye al progreso terreno, sino también al crecimiento del reino de Dios. Prolonga la obra del Creador y coopera en la realización del designio de la Providencia en la historia, asociándose a Cristo redentor (cfr. Gaudium et spes, n. 34). Se acerca a Dios, haciendo propia la plenitud de sentido que Él dio al trabajo. Pero para hacerlo consciente y coherentemente, la persona necesita una adecuada formación y tiempos de espiritualidad. En particular, necesita el reposo y la fiesta, que son un don de Dios como el trabajo»[47]. Esta consideración del trabajo como “materia” de santificación, para sí, para los demás e incluso para las estructuras sociales, tiene en cuenta que el fruto de la actividad humana es un nuevo bien, una parte de la “tierra nueva” donde habita la justicia; y eso se logra fundiendo armónicamente los quehaceres ordinarios con los bienes sobrenaturales (la gracia, la oración, la abnegación, etc.) en unidad de vida. Por eso, la espera de la “tierra nueva”, de la realidad definitiva en el más allá, no merma, sino que aviva el esmero por perfeccionar este mundo, donde se cultivan los frutos que configuran la patria definitiva. Para hacerlo, será necesario llevar a efecto, en forma acabada y en la debida armonía, las diversas facetas del trabajo para convertirlo, también el más supuestamente elemental e insignificante, en un quehacer santo y santificante. Es decir, se deberá efectuar con la máxima perfección técnica, con integridad moral y, por encima de todo, con amor a Dios y al prójimo. De este modo el trabajo de las personas será “materia” y fuente de santidad.

 

7. Conclusión

La doctrina cristiana no comporta un sistema único de organizar la sociedad y el trabajo: la dualidad evangélica, que distingue sin separar el ámbito religioso del social, muestra la variedad de soluciones —sociales, empresariales y laborales— que son compatibles con la fe y, como consecuencia, estimula a afrontarlas con un empeño creativo según las propias circunstancias. Esto resulta también evidente al considerar la dimensión histórica de la doctrina social de la Iglesia, que tiene en cuenta los “signos de los tiempos” con objeto de buscar las respuestas más adecuadas, en cada situación, a las cuestiones sociales. Se subraya de este modo que la actividad social, incluido el trabajo, es una fuente de autonomía y de creatividad humana, que no resultan obstaculizadas por la fe, sino más bien estimuladas, porque el conocimiento del designio divino sobre la persona y sobre su trabajo fomenta un comportamiento proyectual en los diversos ámbitos del obrar humano y, a la vez, resulta una salvaguardia contra los proyectos deshumanizantes, a corto o a largo plazo. De ahí la importancia de conocer en profundidad la enseñanza social cristiana con el fin de no equivocarse con planteamientos que, además de ser ruinosos para la fe, resultarían ineficaces para resolver las cuestiones propuestas.

En definitiva, cuando el trabajo humano se realiza según su pleno sentido, terreno y trascendente, se convierte en medio eficacísimo para desarrollar la creatividad personal, para alcanzar la plenitud humana (la santidad) y para ayudar a que los otros hombres y las mismas estructuras sociales se perfeccionen.



[1] Artículo publicado en AA.VV., El cristiano en el mundo. En el centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá (1902-2002), Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2003, pp. 173-191.

[2] J. L. Illanes, La Santificación del Trabajo, Palabra, Madrid 200110, pp. 192-193.

[3] Son muchos los estudios recientes, desde diversos puntos de vista —teológico, filosófico, sociológico, etc.—, sobre el trabajo; además de los que citaremos, puede ser útil consultar: F. Fernández (dir.), Estudios sobre la encíclica Laborem exercens, BAC, Madrid 1987; E. Colom, Trabajo humano y dimensiones de la persona, en Aa.Vv., Estudios sobre la Encíclica “Centesimus annus” (F. Fernández, dir.), Unión Editorial, Madrid 1992, pp. 163-184; T. Melendo, La dignidad del trabajo, Rialp, Madrid 1992; J. M. Guix, El trabajo humano, en Aa.Vv., Manual de doctrina social de la Iglesia, BAC, Madrid 1993, pp. 425-448; H. Fitte, Lavoro umano e redenzione. Riflessione teologica dalla Gaudium et spes alla Laborem exercens, Armando, Roma 1996; P. Donati, Il lavoro che emerge, Bollati Boringhieri, Torino 2001.

[4] Juan Pablo II, Carta Ap. Novo Millennio Ineunte, 6-I-2001, n. 3.

[5] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, nn. 10, 41 y 45.

[6] «El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia. Las Sagradas Escrituras afirman con fuerza la soberanía absoluta de Dios en el curso de los acontecimientos: “Nuestro Dios en los cielos y en la tierra, todo cuanto le place lo realiza” (Sal 115, 3); y de Cristo se dice: “si él abre, nadie puede cerrar; si él cierra, nadie puede abrir” (Ap 3, 7); “hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero sólo el plan de Dios se realiza” (Pr 19, 21)» Catecismo de la Iglesia Católica, n. 303.

[7] J. M. Galván, Ferialità e festività: la natura teologica del lavoro, en Aa.Vv., Liberare il lavoro, Ares, Milano, 1999, p. 70 (traducción nuestra).

[8] La relación entre la historia y el cristianismo es particularmente sólida, pero no desemboca en ninguno de los posibles extremos: un fijismo abstracto o un historicismo sin sólidos fundamentos. El pensamiento moderno ha derivado frecuentemente hacia este último; más aún, en algunos casos (por ejemplo, Hegel y Marx) se ha propuesto una cosmovisión historicista, que pretendía conocer a priori el “sentido de la historia” y, como consecuencia, instaban y, a veces constreñían, a comportarse según esa finalidad preconcebida. Diversas circunstancias históricas han denotado el error de fondo de tales cosmovisiones, y la historiografía reciente ha realizado un cambio metodológico: todo historiador, lo quiera o no, trabaja en un marco de preconceptos, que influyen en el material que recoge, en la importancia que le atribuye, y en el modo de organizarlo y de exponerlo. Por eso, ninguna historia puede pretender agotar el sentido pleno de la Historia. Sólo un “testigo cualificado”, que fuese omnisciente, podría abarcar ese sentido de la Historia. El cristianismo sabe que tal testigo existe: Dios; que no es sólo testigo, sino también actor principal de la historia; su intervención histórica más cualificada es el evento Cristo que, como veremos inmediatamente, no propone soluciones técnicas para la configuración de las realidades terrenas.

[9] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 36.

[10] Beato Josemaría Escrivá, Las riquezas de la fe, «Los domingos de ABC» 2-XI-1969, en Folletos Mundo Cristiano nº 119, Madrid 19734, p. 28.

[11] Juan Pablo II, Carta Ap. Novo Millennio Ineunte, 6-I-2001, n. 29.

[12] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, nn. 64-65.

[13] Sobre este tema remitimos al interesante estudio: A. Llano, La nueva sensibilidad, Espasa-Calpe, Madrid 1988. Véase también Juan Pablo II, Enc. Centesimus annus, 1-V-1991, n. 29; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2461; United States Catholic Conference, Moral principles and policy priorities for welfare reform, Washington 1995. Los mismos estudiosos de economía y management —aunque con excepciones— muestran que el “recurso humano” es el verdadero factor que impulsa el desarrollo: cfr. J. Pfeffer, Competitive advantage through people, Harvard Business School Press, Boston 1994; L. Thurow, El futuro del capitalismo, Ariel, Barcelona 1996; J. Simon, The ultimate resource 2, Princeton Univ. Press, Princeton 1996.

[14] Juan Pablo II, Carta Ap. Novo Millennio Ineunte, 6-I-2001, n. 43.

[15] Beato Josemaría Escrivá, Surco, Rialp, Madrid 199512, n. 302.

[16] Cfr. H. Fitte, Il pensiero teologico sul lavoro umano: il Concilio Vaticano II, Giovanni Paolo II, e il Beato Josemaría Escrivá, en «Annales theologici» 15 (2001) 117-159, especialmente pp. 138-150.

[17] Cfr. P. Donati, Pensiero sociale cristiano e società post-moderna, A.V.E., Roma 1997.

[18] Juan Pablo II, Carta Ap. Novo Millennio Ineunte, 6-I-2001, n. 40.

[19] Sin embargo, el trabajo no puede limitarse a esta última relación como piensa, por ejemplo, Habermas: cfr. J. Habermas, Conoscenza e interesse, Laterza, Roma-Bari 1990, pp. 27-45.

[20] Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, prólogo.

[21] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2428.

[22] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 27.

[23] Ejemplos de estas actitudes se pueden encontrar, por ejemplo, en: R. Dahrendorf, Dalla società del lavoro alla società dell’attività, en P. Ceri, Impresa e lavoro in trasformazione, Il Mulino, Bologna 1988, pp. 113-123; A. Accornero, Era il secolo del Lavoro, Il Mulino, Bologna 1997.

[24] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 3.

[25] «A esto va unida inmediatamente una consecuencia muy importante de naturaleza ética: es cierto que el hombre está destinado y llamado al trabajo; pero, ante todo, el trabajo está “en función del hombre” y no el hombre “en función del trabajo”. Con esta conclusión se llega justamente a reconocer la preeminencia del significado subjetivo del trabajo sobre el significado objetivo. Dado este modo de entender, y suponiendo que algunos trabajos realizados por los hombres puedan tener un valor objetivo más o menos grande, sin embargo queremos poner en evidencia que cada uno de ellos se mide, sobre todo, con el metro de la dignidad del sujeto mismo del trabajo, o sea de la persona, del hombre que lo realiza» Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 6.

[26] El valor de la dimensión subjetiva del trabajo se vislumbra en la Escritura: «¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?» (Mt 16, 26); también se puede entrever en la exhortación de Jesús a propósito de la solicitud por las cosas materiales: «buscad primero el Reino [de Dios] y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 33); la “justicia” (crecimiento en humanidad y santidad) que se puede obtener con el trabajo tiene mayor entidad que sus consecuencias objetivas, aunque, como veremos, no sea totalmente independiente.

[27] También lo recuerda la Iglesia: la superioridad del aspecto subjetivo «no quiere decir que el trabajo humano, desde el punto de vista objetivo, no pueda o no deba ser de algún modo valorizado y cualificado» Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 6.

[28] Cfr. J. Sachasching, Catholic Social Teaching on Labour, Work and Employment, Report for the Pontifical Academy of Social Sciences, Vatican City 1998; P. Donati, Il lavoro che emerge, Bollati Boringhieri, Torino 2001, especialmente pp. 170-227.

[29] «No podemos ofrecer al Señor algo que, dentro de las pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin tacha, efectuado atentamente también en los mínimos detalles: Dios no acepta las chapuzas. No presentaréis nada defectuoso, nos amonesta la Escritura Santa, pues no sería digno de El (Lev XXII, 20). Por eso, el trabajo de cada uno, esa labor que ocupa nuestras jornadas y energías, ha de ser una ofrenda digna para el Creador, operatio Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido, impecable» Beato Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, Rialp, Madrid 199723, n. 55.

[30] A primera vista, este ideal parecería utópico, pero es el único auténticamente humano y capaz de configurar una sociedad digna de las personas, ya que la verdad más profunda del hombre se encuentra en el amor: una actividad —también el trabajo— es tanto más humana y humanizante cuanto más en ella se ama y se es amado. Así lo enseña la primera encíclica de Juan Pablo II: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente» Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, n. 10.

[31] Beato Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 199734, n. 48; véase también S. Grygiel, Il lavoro e l’amore, Cseo, Bologna 1983.

[32] Juan Pablo II, Carta Ap. Novo Millennio Ineunte, 6-I-2001, n. 52.

[33] Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 14-IX-1998, n. 48.

[34] Cfr. J. L. Illanes, Ante Dios y en el mundo, Eunsa, Pamplona 1997, p. 219.

[35] Juan Pablo II, Enc. Centesimus annus, 1-V-1991, n. 54.

[36] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, n. 112.

[37] Beato Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 199734, n. 99.

[38] Pensamos, sobre todo, en la doctrina social de la Iglesia y su enseñanza sobre el trabajo humano; pero también se puede aplicar lo indicado al ámbito de la sexualidad, de la demografía y tantos otros.

[39] Pablo VI afirma en la Populorum progressio (n. 26) que “todo trabajador es un creador” y Juan Pablo II en la Sollicitudo rei socialis (n. 15) se refiere a la “subjetividad creativa del ciudadano”. En este sentido puede ser útil consultar: H. Fitte, Etica cristiana de la creatividad, en D. Melé (coord.), Consideraciones éticas sobre la iniciativa emprendedora y la empresa familiar, Eunsa, Pamplona 1999, pp. 69-80.

[40] Conc. Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 58.

[41] Entre otras razones, porque la fe no impone un único modelo social: cfr. Conc. Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 43; Pablo VI, Carta Ap. Octogesima adveniens, 14-V-1971, n. 50; Congr. para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 22-III-1986, n. 80; Codex Iuris Canonici, can. 227; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2442.

[42] La ley evangélica es una “ley de libertad” (St 1, 25) y, en este sentido, favorece la creatividad social del cristianismo. Tal creatividad se ilustra en el siguiente texto, tanto por la apertura de horizontes que propone a las ciencias humanas, cuanto por la dimensión histórica de la doctrina social de la Iglesia: «La doctrina social, por otra parte, tiene una importante dimensión interdisciplinar. Para encarnar cada vez mejor, en contextos sociales económicos y políticos distintos, y continuamente cambiantes, la única verdad sobre el hombre, esta doctrina entra en diálogo con las diversas disciplinas que se ocupan del hombre, incorpora sus aportaciones y les ayuda a abrirse a horizontes más amplios al servicio de cada persona, conocida y amada en la plenitud de su vocación» Juan Pablo II, Enc. Centesimus annus, 1-V-1991, n. 59.

[43] Cfr. Mt 12, 36-37; Lc 12, 2-3; Rm 2, 16; S. Tomás, Summa contra gentes, III, 76; J. Sordo - E. Colom, La Ley Eterna y su penetración en las criaturas: su alcance a lo singular, en «Scripta Theologica» 7 (1975) 163-202.

[44] Beato Josemaría Escrivá, Conversaciones, Rialp, Madrid 198917, n. 114.

[45] Juan Pablo II, Discurso 14-X-1993, n. 2, en Insegnamenti XVI-2 (1993) 1013-1014. Un detallado estudio teológico sobre este tema se encuentra en el volumen Aa.Vv., Santidad y mundo. Estudios en torno a las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá, Eunsa, Pamplona 1996, y en la bibliografía allí recogida. Véase también: J. M. Aubert, La santificación del trabajo, en Aa.Vv., Mons. Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, Eunsa, Pamplona 1985, pp 215-224; P. Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Eunsa, Pamplona 1986; F. Ocáriz, El concepto de santificación del trabajo, en Aa.Vv., La misión del laico en la Iglesia y en el mundo, Eunsa, Pamplona 1987, pp. 881-891; G. Faro, Il lavoro nell’insegnamento del beato Josemaría Escrivá, Agrilavoro, Roma 2000. Una síntesis de las enseñanzas sobre el trabajo del Beato Escrivá se halla en Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 199734, nn. 45-53.

[46] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 24. De modo análogo se expresa el Catecismo de la Iglesia Católica: «El trabajo humano procede directamente de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a prolongar, unidas y para mutuo beneficio, la obra de la creación dominando la tierra (cfr. Gn 1, 28; GS 34; CA 31). El trabajo es, por tanto, un deber: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (2 Ts 3, 10; cfr. 1 Ts 4, 11). El trabajo honra los dones del Creador y los talentos recibidos. Puede ser también redentor. Soportando el peso del trabajo (cfr. Gn 3, 14-19), en unión con Jesús, el carpintero de Nazaret y el crucificado del Calvario, el hombre colabora en cierta manera con el Hijo de Dios en su obra redentora. Se muestra como discípulo de Cristo llevando la Cruz cada día, en la actividad que está llamado a realizar (cfr. LE 27). El trabajo puede ser un medio de santificación y de animación de las realidades terrenas en el espíritu de Cristo» Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2427.

[47] Conferenza Episcopale Italiana, La verità vi farà liberi, Lib. Ed. Vaticana, Città del Vaticano 1995, n. 1117 (traducción nuestra).