español

En la Carta che Benedicto XVI ha escrito a los participantes en la Decimosegunda sesión plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales (27-IV-2006), se lee: «While the statistics of population growth are indeed open to varying interpretations, there is general agreement that we are witnessing on a planetary level, and in the developed countries in particular, two significant and interconnected trends: on the one hand, an increase in life expectancy, and, on the other, a decrease in birth rates. As societies are growing older, many nations or groups of nations lack a sufficient number of young people to renew their population. This situation is the result of multiple and complex causes – often of an economic, social and cultural character – which you have proposed to study. But its ultimate roots can be seen as moral and spiritual». En este sentido, nos parece oportuno recoger este artículo, publicado en la revista chilena “Intus-leggere” 2 (1999) 291-298. Ciertamente los datos estadísticos cambian con mucha rapidez y, como dice el Santo Padre, son de difícil interpretación. Sin embargo, tales cambios, juzgados con ecuanimidad, corroboran cada vez más las ideas aquí expuestas.

 

LA EXPLOSIÓN (ANTI)DEMOGRÁFICA (1999)

Enrique  Colom

 

La mentalidad neomalthusiana

Quince años atrás estuvo en nuestro País el economista Julian Simon, fallecido inesperadamente hace pocos meses, para dictar unas conferencias sobre demografía. En la primera de ellas indicó cómo había nacido su interés por el tema: su deseo era ayudar a la humanidad, a la que veía amenazada principalmente por dos graves peligros de difícil solución. Uno era la guerra (la bomba atómica y de hidrógeno) y el otro la superpoblación (la bomba demográfica); este último peligro le parecía más insidioso y, a la vez, más asequible a su estudio y a su acción. Comenzó, por tanto, a investigar el crecimiento de la población y a medida que aumentaban sus conocimientos, éstos le fueron sumiendo en una gran confusión: los datos que manejaba eran los mismos usados (e incluso proporcionados) por la ONU, el gobierno USA y otros organismos de alcance internacional; sin embargo, las conclusiones que se deducían lógicamente de esos datos eran diametralmente opuestas a las ideas antinatalistas de esos organismos. A partir de entonces Simon, desde un punto de vista meramente socioeconómico y con datos científicos en la mano, ha sido un incansable defensor de la utilidad, e incluso necesidad, de un crecimiento demográfico de nuestro planeta[1].

El aumento de la población aparece por primera vez como problema en los escritos de Thomas R. Malthus (1766-1834); sus conclusiones fueron, sin embargo, acantonadas muy pronto, en parte porque chocaban con el optimismo propio del cientifismo del siglo pasado, que preveía un progreso lineal y armónico de la vida socioeconómica. A comienzos del siglo XX sigue prevaleciendo, al menos entre las élites intelectuales, el optimismo progresista. Pero a partir de los años 20 diversos acontecimientos políticos, sociales, económicos y científicos, harán los ánimos más cautos: empiezan a evidenciarse los efectos perversos de un progreso técnico-económico considerado como fin en sí mismo; ciertamente no faltaron conquistas indiscutibles en muchos campos de la vida humana, incluso a nivel planetario; tal avance tuvo un nuevo impulso después de la segunda guerra mundial. Sin embargo, empequeñecida la tasa de crecimiento económico, fallidos los planes de desarrollo homogéneo mundial y desorientados los ánimos acerca del sentido de la vida, emerge con fuerza hacia los años 60 el miedo ante un posible desastre nuclear y/o ecológico; se exhuman y se difunden ampliamente las teorías de Malthus, que ahora encuentran una práctica fácil en todo el mundo a través de la contracepción, la esterilización y el aborto. Se acuñan slogans come «el hambre en el mundo», «la bomba demográfica», la imposibilidad física de tener un lugar simplemente para estar, etc.[2]; es una mentalidad que tuvo rápida difusión, llegando a contagiar diversos círculos científicos e incluso algunos ambientes eclesiásticos: hablar a favor de la natalidad parecía impúdico.

No faltaron autores, incluso anteriores a Simon, que alertaban sobre la incongruencia de estos planteamientos, como por ejemplo C. Clark, P. Sauvy y P. Chaunu[3]. Pero sus llamados fueron sistemáticamente ignorados, cuando no vituperados, aunque las previsiones que realizaron se han verificado mucho más exactamente que las profecías catastrofistas de los defensores del control de la población (Club de Roma y otros semejantes). Puede ser ilustrativo recordar una célebre apuesta que Julian Simon hizo en 1980 con Paul Ehrlich, uno de los defensores del neomalthusianismo: éste debía escoger cinco recursos naturales que pensaba se estaban agotando, al término de diez años uno debía pagar al otro la diferencia entre la cantidad apostada (mil dólares) y los cambios de precios de los productos al neto de la inflación; las materias escogidas por Ehrlich disminuyeron su valor real aproximadamente en un 50 %, así que tuvo que enviar a Simon un cheque de 576 $. Más recientemente el mismo Simon había propuesto una apuesta de 100.000 $ a favor de la mejora de cualquier canasta de indicadores de la cualidad de vida (número di teléfonos por habitante, esperanza de vida, índice de escolaridad, etc.), pero nadie quiso aceptar el desafío.

Resulta también oportuno recordar que en este campo, como en tantos otros, las enseñanzas de la Iglesia han sido más acertadas que la de las ideologías pseudocientíficas, por cuanto ha denunciado los planteamientos antinatalistas y ha advertido que la solución no se encuentra en un control de los nacimientos a ultranza. En este ámbito, como en todos los demás, la doctrina cristiana no se limita a unas consideraciones puramente cuantitativas: más o menos población; su punto de vista depende de la noción cristiana de persona, de la que deriva la entera verdad sobre el hombre. Por eso la Iglesia tampoco propugna un crecimiento a ultranza de la natalidad: más bien anima a plantear este tema, y toda la cuestión demográfica, en relación al bien integral de todos los seres humanos[4].

El crecimiento de la población

La demografía, como cualquier otra ciencia positiva, se basa en la experiencia, en el razonamiento y en las hipótesis que se intentan demostrar[5]. La juventud de esta ciencia y la escasez de datos experimentales de largo plazo hacen que las hipótesis propuestas sean aún poco fiables; por ejemplo, las proyecciones sobre la población mundial para el 2050 oscilan, según las diversas escuelas entre un mínimo de 4 mil millones y un máximo de 28. Tampoco se pueden olvidar las distorsiones voluntarias de los datos realizadas por motivos ideológicos o para obtener más ayuda internacional[6]. Con las reservas necesarias es bueno, sin embargo, estudiar algunas cifras de la evolución demográfica.

Desde 1951 la ONU publica periódicamente un estudio acerca de la proyección de la población mundial. Estas publicaciones han pasado por tres fases: hasta el inicio de los años 70 las previsiones han sido menores de cuanto posteriormente se ha verificado, probablemente porque la disminución global de la mortalidad ha sido más consistente de cuanto se pensaba; hasta fines de los años 80 las proyecciones se han acercado mucho a la realidad; a partir de los años 90 el crecimiento real de la población ha sido menor de lo pronosticado, quizá porque no se preveía (especialmente en los países más pobres) la fuerte disminución de los nacimientos que ha tenido lugar[7]. Los datos reales de crecimiento porcentual de la población del mundo han sido: 2,06 en 1970, 1,77 en 1980 y 1,6 en 1990; mientras las previsiones hechas por el FUNAP (Fondo de las Naciones Unidas para la Actividad de la Población) en 1995 eran de 1,52 para el 2000, 1,28 para el 2010 y 1,04 para el 2020; y preveía que la población mundial se estabilizaría en el 2050 en torno a los 7,9 mil millones de personas. Un año más tarde (1996) el mismo organismo pronosticaba, en su estudio poblacional, que hacia el 2035 la mayor parte de los países tendrán un índice de fecundidad inferior a 2, de modo que la población mundial comenzará a sufrir una contracción del orden del 25-30 % en cada generación[8].

En definitiva, y aún teniendo en cuenta todas las precauciones necesarias, parece claro que la denatalidad se está imponiendo en todo el mundo, y que el único modelo que crece en todo el planeta es la tendencia a disminuir la población. En este sentido resulta paradójico que la mentalidad neomalthusiana siga siendo preponderante, sea a nivel político puesto que la mayor parte de los gobiernos favorecen (y a veces imponen) el control de nacimientos, sea a nivel de la opinión pública donde difícilmente los estudios científicos serios tienen cabida y donde frecuentemente se repiten acríticamente los lugares comunes neomalthusianos. Ciertamente no faltan voces a estos dos niveles que empiezan a preocuparse por los problemas políticos y económicos que puede producir la disminución de la población; pero pocas veces esas mismas voces explicitan la necesidad de incrementar la natalidad.

La producción de materias básicas

Uno de los argumentos más utilizados por los neomalthusianos ha sido la previsible imposibilidad de producir los productos básicos necesarios, especialmente los alimentos, para mantener una creciente población. Aunque algo hemos dicho sobre el particular, conviene profundizar este aspecto, comenzando por la alimentación: es cierto que los recursos agrícolas y ganaderos no son ilimitados; sin embargo, teniendo en cuenta los espectaculares aumentos de la producción alimenticia de las últimas décadas, resulta evidente que las posibilidades de alcanzar los límites máximos son aún muy lejanas. En concreto, entre los años 50 y 80 el crecimiento poblacional de los países desarrollados ha sido del 33 %, mientras que el de su producción alimenticia ha sido del 95 %; en los otros países la diferencia ha sido menor ( 88 y 117 % respectivamente), pero también favorable a una mejora de la nutrición per capita; de hecho en la década de los 80 la cosecha agrícola mundial podía ofrecer a cada persona del planeta 1,5 Kg. de alimento vegetal al día. Conviene además subrayar que, en 1990, el terreno cultivable pero no cultivado (o cultivado deficientemente) era doble de la superficie cultivada; y, por otra parte, se ha calculado que con la área cultivable conocida y los instrumentos agropecuarios actualmente a disposición, la tierra podría alimentar fácilmente a 15 mil millones de personas[9].

En definitiva el problema del hambre en el mundo, que aún afecta a unos 800 millones de personas[10], no es un problema demográfico: sería suficiente una seria decisión de facilitar a todas las personas los medios para producir, conservar y distribuir los alimentos necesarios[11]. Son bien conocidos los ingentes resultados de las «revoluciones verdes»: la primera se basó en el cultivo de variedades de alto rendimiento que permitían dos o tres cosechas al año; la segunda se ha debido a los avances genéticos, a la técnica del «goteo» y al uso de semillas resistentes a las plagas. La investigación en este campo continúa y se vislumbran nuevas posibilidades. Quizá aquí reside el erróneo planteamiento de Malthus y sus actuales discípulos: en el siglo pasado se empezó a hablar de la ley de los rendimientos decrecientes de la agricultura (y más ampliamente de todo el sector económico), no se pensaba en la capacidad científico-tecnológica de superar los problemas. Lo más llamativo es que los neomalthusianos de hoy, que han vivido los inmensos avances de la técnica, sigan haciendo previsiones sin contar con la capacidad de inventiva humana, que ha crecido siempre más rápidamente que los problemas que se iban planteando.

Algo análogo se puede decir de la energía y de las materias primas: evidentemente son limitadas, pero la historia reciente muestra que, en la medida que surge una verdadera necesidad, se descubren nuevas posibilidades para resolverla, a través de yacimientos desconocidos o, más frecuentemente, con la invención de nuevos materiales. De hecho la escasez comercial de un producto se puede medir por su precio en el mercado y, desde hace bastantes años, el precio real de la energía, de las materias primas y de los alimentos tiende a disminuir, como prueba de su mayor abundancia relativa: lo que empieza a escasear es el hombre. La experiencia de nuestro País es paradigmática en cuanto al salitre y, más recientemente, al cobre.

En definitiva, el crecimiento demográfico, que en una visión miope parecería plantear un problema de supervivencia a la humanidad, al menos con los stardads de vida actuales, se transforma más bien en un estímulo para acrecentar la capacidad económica y tecnológica de la sociedad; más aún, el pesimismo catastrofista funciona a modo de freno para promover el desarrollo humano[12]. Así pues, el verdadero peligro que nos acecha en este campo es la constante disminución de seres humanos que sufrirá el mundo dentro de pocos años, si los parámetros poblacionales no cambian.

Causas de la denatalidad

Algunos países que han ido por delante en el control de la natalidad, al vislumbrar sus efectos negativos han querido dar marcha atrás subvencionando económicamente el número de hijos. El resultado ha sido muy pobre; y era lógico, por la simple razón que la causa de fondo en la decisión de tener más o menos hijos no es principalmente económica. Los factores de la denatalidad son prevalentemente de orden cultural y ético: individualismo, secularización, economicismo y otros similares[13]. De estas causas profundas derivan un conjunto de actitudes sociológicas, de las que no se conoce con precisión la importancia relativa en el fenómeno total, en parte porque éste varía según las circunstancias de lugar y tiempo, y también porque las mutuas influencias a veces potencian y a veces debilitan la propia incidencia.

Entre los factores socioculturales de la denatalidad se debe recordar el degrado del instituto familiar causado por el aumento del divorcio, de las uniones de hecho (también homosexuales), de las familias monoparentales, etc.; a esto se unen las dificultades habitacionales, el retraso de la edad matrimonial y el trabajo de la mujer fuera del hogar. Un factor cultural especialmente importante, aunque no siempre se pueda captar con claridad, es el temor ante la vida: lo que el Santo Padre llama «cultura de muerte», que está especialmente arraigada en los países más ricos, y es tanto más fuerte cuanto más secularizada se halle la sociedad con la pérdida de una visión trascendente de la persona. También se debe mencionar el hedonismo, aunque su incidencia es posiblemente menor que la de los factores ya indicados. Otro tema de gran importancia práctica en este terreno son las dificultades sociales con las que se enfrenta la familia numerosa que, en parte, son de tipo económico, pero aún más son de tipo cultural, ambiental, de opinión pública, etc.; de ahí la responsabilidad que tienen los gobernantes de poner remedio a estos problemas.

A los factores socioculturales se han unido un conjunto de técnicas especialmente desarrolladas a partir de los años 50, que han difundido a todos los niveles la posibilidad de controlar los nacimientos: se trata de la contracepción química, de la esterilización, del profiláctico y del aborto[14]. El uso de estos métodos, quizá especialmente la píldora y el preservativo, también por parte de los adolescentes y aún preadolescentes, además de los efectos directos favorece una cultura que separa el sexo de la procreación y, por tanto, inculca una mentalidad antibaby desde los primeros años de la formación personal.

Las facilidades técnicas y los cambios culturales se han reforzado mutuamente, haciendo que la disminución de la natalidad haya sido mucho más veloz de cuanto pensaban sus mismos promotores. Como se trata de un tema que, en gran parte, depende de decisiones personales, se debe subrayar que este fenómeno, y su eventual superación, tiene sus raíces profundas en las disposiciones culturales y éticas de las personas. Solamente una extensa e intensa formación en lo que es la plena verdad sobre el hombre será capaz de invertir la tendencia actual; si se quiere emprender este camino, como parece que han decidido algunos gobiernos, conviene recordar que la moral humana non admite sectorializaciones, en el sentido que se pueda desarrollar en un aspecto mientras se descuidan otros: la moral es unitaria y el rechazo voluntario de una parte impide un buen éxito en las otras. Difícilmente pondrá coto al «invierno demográfico» una sociedad permisiva y divorcista.

Conclusiones

La antropología de la modernidad ha recorrido una parábola entre dos extremos igualmente falsos: el primero ha sido la divinización del hombre, al que ha querido conferirle el derecho de uso y abuso sobre las cosas; pero como el hombre no es Dios, ha actuado como el aprendiz de brujo, desencadenando fuerzas destructivas que no siempre ha podido dominar. El otro extremo, como reacción al primero, ha sido querer reducir el hombre a un ser inmanente a la naturaleza, que puede ser eliminado (o al menos fuertemente acotado) según la ley del más fuerte; pero como el hombre no es una cosa, su disminución irracional lo está encaminando hacia un desastre de vastas proporciones. Si se quiere llegar al punto de equilibrio, se deben aceptar y practicar los puntos fuertes de la antropología –y de la moral– cristiana, en donde Dios, el hombre y la naturaleza se relacionan según una dependencia jerárquica y armónica[15].

Teniendo en cuenta esa base antropológica nos parece que, respecto a la cuestión demográfica, se pueden delinear algunas conclusiones:

1) el crecimiento demográfico puede generar algunos problemas, sin embargo disponemos de los medios adecuados para solucionarlos; y, por otra parte, el mismo aumento resulta un estímulo para la búsqueda de nuevas soluciones;

2) las posibles dificultades que suscita el incremento de la población deben ser estudiadas con profundidad y desapasionamiento, evitando puntos de vista erróneos y buscando soluciones que no sean perversas y antihumanas;

3) en las áreas geográficas donde abunda la pobreza, el hambre y otros fenómenos que impiden un desarrollo humano digno, la solución no es disminuir el número de personas, sino resolver los problemas en su raíz;

4) una mayor y más justa distribución de las riquezas, además de ayudar a los necesitados, serviría para evitar diversas dificultades propias de los países más avanzados: consumismo, hastío de la vida y otros semejantes, que fácilmente derivan hacia una «cultura de la muerte»;

5) ante una eventual crisis demográfica, los medios morales para superarla son más ecológicos y humanos que los medios inmorales;

6) la experiencia histórica muestra que ninguna civilización se ha extinguido por exceso de población, mientras algunas han desaparecido a consecuencia de una involución demográfica.



[1] Estas ideas han sido también recogidas en uno de los libros más conocidos del economista norteamericano: cfr. J. Simon, El último recurso, Dossat, Madrid 1986, p. 12. El original fue publicado por Princeton Univ. Press en 1981 (pp. X + 415), y ha sido posteriormente reelaborado con nuevos datos y experiencias en: J. Simon, The ultimate resource 2, Princeton Univ. Press, Princeton 1996 (pp. XLIII + 734).

[2] Una respuesta adecuada a estos mitos antidemográficos se puede encontrar en: M. Schooyans, Bioética y población, IMDOSOC, México 1995, especialmente pp. 117-140; M. Cromartie (ed.), The 9 Lives of Population Control, Eerdmans Publ. Co., Grand Rapids (MI) 1995; M. Ferrer - A. Peláez, Población, ecología y medio ambiente, Eunsa, 2ª ed., Pamplona 1997. Sobre los errores de la propaganda neomalthusiana y la necesidad de denunciar sus programas injustificados, véase: Pont. Cons. para la Familia, Declaración sobre la denatalidad en el mundo, 27-II-1998.

[3] Este último, hace más de veinte años, parangonaba la implosión demográfica que se veía venir a un suicidio colectivo de la humanidad: cfr. P. Chaunu - G. Suffert, La peste blanche. Comment éviter le suicide de l’Occident, Gallimard, París 1976.

[4] Un buen resumen de la enseñanza de la Iglesia en este aspecto se puede encontrar en: Pont. Cons. para la Familia, Evoluciones demográficas: dimensiones éticas y pastorales, 25-III-1994.

[5] Una visión clara y sintética de los principales conceptos demográficos se puede encontrar en: M. Schooyans, Para entender las evoluciones demográficas, APRD (Univ. de París-Sorbonne), París 1994.

[6] Estos aspectos se pueden profundizar en: G. F. Dumont, Le Monde et les Hommes. Les grandes évolutions démographiques, Litec, París 1995.

[7] El baby boom de mediados de siglo se frenó con gran rapidez, de modo que actualmente todos los países desarrollados tienen un índice de natalidad que no permite la renovación generacional. Más grave aún es que también los otros países se están acercando velozmente a ese nivel, no sólo de crecimiento cero, sino de decrecimiento demográfico.

[8] El artículo de N. Eberstadt, World Population Implosion?, en «The Human Life Review» 24 (1998-I) 15-30, recoge y comenta estos datos y sus repercusiones en los ámbitos económico y familiar. También se pueden encontrar un conjunto de datos y análisis sobre la cuestión demográfica en el número monográfico de «Familia et vita» 2, nº 1 (1997) con textos del Card. A. López Trujillo (pp. 7-17), I. Kowalska (pp. 18-29), J. D. Lecaillon (pp. 30-43), G. Cheli (pp. 44-58), G. F. Dumont (pp. 59-73), R. Martino (pp. 74-83), M. Schooyans (pp. 84-90), H. Schambeck (pp. 91-104) y J. Haaland Matlary (pp. 105-124).

[9] Cfr. W. Lutz (ed.), The Future Population of the World. What Can We Assume Today?, Earthscan, London 1996.

[10] La cifra es enorme, pero siempre menor que la que la FAO difundió en los años 50 (y que tuvo que desmentir), según la cual 2/3 de la población mundial pasaba hambre. De todos modos, aunque los números sean menores de cuanto se decía, no por eso deja de ser un escándalo y una grave falta moral el hecho del hambre en el mundo; y es tanto más grave por cuanto existe la posibilidad técnica de evitarlo y, por otro lado, se producen excesos en esta misma área: se ha dicho, aunque no es fácil de demostrar, que el dinero gastado en tratamientos para adelgazar sería suficiente para resolver el problema del hambre en el mundo.

[11] Sobre estos temas, especialmente en referencia a los países menos desarrollados, se puede consultar: S. Brunel (ed.), Tiers-Mondes. Controverses et réalités, Éd. Economica, París 1987; y F. Gendreau (ed.), Les spectres de Malthus, Études et documentation internationales, París 1991.

[12] Sería interesante, pero va más allá de nuestro propósito, analizar los efectos que en estos ámbitos produce el envejecimiento de la población que deriva de la creciente denatalidad: dificultad para pagar a los jubilados, aumento de los gastos sanitarios, tendencia al conservadurismo y, por tanto, disminución del impulso innovador, etc. Todo ello parece generar un círculo vicioso en la vida socioeconómica de los países.

[13] Una breve síntesis de estas causas se puede encontrar en: J. C. Chesnais, Determinants of Below-Replacement Fertility, Population Division, United Nations Secretariat, New York 4-6/XI/1997, pp. 3-17. No deja de ser significativo que en los últimos dos/tres años las Naciones Unidas empiece a mostrar preocupación por la disminución de la natalidad en el mundo.

[14] La Iglesia constantemente ha recordado la inmoralidad (en diverso grado) de estos medios, en cuanto se oponen a la plena dignidad del ser humano.

[15] No hemos tenido espacio para tratar el argumento ecológico; para ese tema, en relación a cuanto hemos dicho, remitimos a: J. Ballesteros, Ecologismo personalista, Tecnos, Madrid 1995.